Los Estados no son entes divinos ni entidades con una finalidad propia. Los Estados existen porque los seres humanos los crean con un propósito claro: garantizar la vida, la libertad y la seguridad de quienes los integran. Cuando los Estados dejan de cumplir esa misión esencial, se convierten en estructuras huecas. Un Estado que no protege a sus ciudadanos no es más que una herramienta de opresión. Es lo que llamamos un Estado fallido.
¿Por qué se crean los Estados?
En su origen, los Estados surgen de la necesidad de resolver problemas comunes: proteger a las personas de amenazas externas, evitar el caos interno y asegurar que cada ciudadano pueda vivir con dignidad, libertad y seguridad. Los primeros pensadores políticos y los fundadores de democracias modernas lo entendieron bien. Los Estados deben:
- Garantizar la vida: Sin seguridad física, no hay posibilidad de prosperidad. Un Estado debe proteger a sus ciudadanos de cualquier forma de violencia o amenaza, ya sea interna o externa.
- Asegurar la libertad: La libertad no significa vivir sin leyes, sino vivir bajo reglas que garanticen los derechos fundamentales de cada individuo.
- Proveer seguridad y justicia: Solo un sistema imparcial y eficaz puede resolver los conflictos y evitar la arbitrariedad.
Cuando estas premisas se cumplen, el Estado es un aliado de los ciudadanos. Pero cuando el Estado prioriza sus propios intereses o los de una minoría privilegiada, la traición se vuelve evidente.
¿Qué es un Estado fallido?
Un Estado fallido es aquel que ha olvidado su razón de ser. En lugar de proteger la vida, permite que los ciudadanos sufran violencia o desamparo. En lugar de asegurar la libertad, reprime o limita los derechos fundamentales. En lugar de garantizar la justicia, se convierte en un instrumento de corrupción y privilegio para unos pocos.
Es fácil identificar un Estado fallido cuando el caos reina, pero el fallo puede ser más sutil. Un sistema que aparentemente funciona, pero que ignora las necesidades de sus ciudadanos o prioriza intereses ajenos al bienestar común, ya ha dejado de cumplir su propósito.
El derecho y deber del pueblo ante un Estado fallido
Cuando un Estado abandona a sus ciudadanos, no solo se convierte en un lastre, sino en una amenaza para su vida, su libertad y su seguridad. En estos casos, el pueblo tiene el derecho y el deber de actuar. Esto no significa violencia o caos, sino la construcción de una nueva organización política que recupere los principios básicos que justificaron la creación del Estado.
Este principio no es radical ni nuevo. Desde las primeras revoluciones democráticas hasta los textos fundacionales de las grandes repúblicas modernas, se reconoce que cuando un sistema político deja de servir al pueblo, este tiene la legitimidad para reemplazarlo. Los cambios deben estar guiados por la razón y dirigidos a construir instituciones que aseguren la libertad, la seguridad y la justicia para todos.
El momento de actuar
Es hora de observar con claridad la realidad que nos rodea. Si vivimos en un sistema que prioriza los intereses de los partidos, de las élites económicas o de las grandes corporaciones por encima del bienestar común, ¿es ese sistema aún legítimo?
El poder pertenece al pueblo, no a quienes lo han secuestrado. Y cuando un Estado fracasa en su deber más elemental de proteger a sus ciudadanos, es responsabilidad de éstos unirse, organizarse y construir algo nuevo, algo que garantice de verdad la vida, la libertad y la seguridad de todos.
Porque ningún régimen político merece sobrevivir si falla en proteger a aquellos en los que basa su existencia.