“El vicio apoyado en el brazo del crimen” — así describía Chateaubriand el gobierno de los regímenes corruptos, donde la ilegalidad no es un accidente ni una desviación, sino un pilar fundamental del poder. Su frase resuena hoy con una claridad insoportable ante el escándalo protagonizado por el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, quien borró deliberadamente los mensajes de su teléfono y eliminó su cuenta de correo electrónico el mismo día en que el Tribunal Supremo decidió investigarlo por un delito de revelación de secretos.
No nos encontramos ante un episodio aislado ni ante una imprudencia personal. Lo que este caso revela es la descomposición de una estructura institucional en la que los guardianes de la ley han asumido la impunidad como norma y el abuso de poder como método de gobierno. No se trata únicamente de una posible infracción penal, sino de la confirmación de que el Estado de partidos ha hecho del crimen su instrumento de estabilidad, apoyando el vicio sobre los resortes del poder judicial. Cuando el fiscal general destruye pruebas, no actúa como un servidor de la justicia, sino como un funcionario de la corrupción.
Lo que sigue es una reflexión sobre los hechos, pero también una denuncia del verdadero problema de fondo: un Estado que no sirve a la Nación, sino que ha sido tomado por una clase política cuyo único principio rector es la autoconservación. Un poder que no rinde cuentas ante la sociedad, y que, en lugar de administrar justicia, administra su propia impunidad.
El escándalo que hoy ocupa las páginas de los diarios no es un episodio aislado ni una anécdota en la crónica de la degradación institucional del Estado de partidos. La revelación de que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, procedió a eliminar los datos de su teléfono y su correo electrónico personal el mismo día en que tuvo conocimiento de la apertura de una causa en su contra por revelación de secretos es la manifestación palmaria de una impunidad aprendida y ejercida con la tranquilidad del hábito. No es un gesto impulsivo, sino la acción deliberada de quien no teme las consecuencias de su conducta porque sabe que el entramado político lo protege y lo protegerá.
La corrupción de la Fiscalía y su instrumentalización política
El verdadero escándalo no es tanto la torpeza con la que el fiscal general ha tratado de eliminar pruebas, sino la impunidad estructural que ha permitido que el jefe del Ministerio Público incurra en una práctica más propia de un delincuente que de un magistrado. En una democracia donde el poder estuviera verdaderamente limitado, la noticia no sería el atestado de la Guardia Civil, sino la inmediata dimisión o destitución de García Ortiz. Pero en un sistema de gobierno basado en la corrupción institucionalizada, la Fiscalía no es un órgano independiente sino un instrumento del poder ejecutivo.
Montesquieu advirtió que “para que no se pueda abusar del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”. La situación presente demuestra lo contrario: el poder protege al poder. La Fiscalía, que debería actuar como garante de la legalidad, es un apéndice del Gobierno. Su titular no es un magistrado al servicio de la justicia, sino un comisario político que responde a intereses partidistas.
La reacción del decano del Colegio de la Abogacía de Madrid, Eugenio Ribón, negándose a firmar un comunicado conjunto con García Ortiz, fue una de las pocas señales de dignidad, un espejismo quizás, en un contexto donde el colapso moral es evidente. Su negativa refleja que aún existen resquicios de independencia profesional en el ámbito jurídico, aunque sean insuficientes para frenar el deterioro general.
El problema no es el individuo, sino la corrupción sistémica
Conviene insistir en que el problema no radica en la conducta individual del fiscal general, sino en la estructura de poder que lo ampara. Un régimen donde la Fiscalía depende jerárquicamente del Gobierno no puede garantizar la imparcialidad en la persecución del delito. La existencia de una justicia sometida a la voluntad política es la clave del abuso de poder, pues convierte en inoperante cualquier mecanismo de control.
La disolución de la responsabilidad es el signo definitorio de la corrupción institucional. Cuando los cargos públicos saben que no serán juzgados con independencia, la infracción de la ley deja de ser un riesgo para convertirse en una simple cuestión de oportunidad. De ahí que el fiscal general haya actuado con la seguridad de quien no teme más castigo que el de la opinión pública, tan efímera como ineficaz, en un sistema donde los ciudadanos carecen de poder político real.
Si hubiera en España verdadera independencia del poder judicial, la cuestión jurídica de la eliminación de pruebas sería secundaria, pues el fiscal general habría sido apartado de su cargo inmediatamente después de la apertura de la causa en su contra. Probablemente, con independencia judicial ni tan siquiera se hubiera dado esta esperpéntica situación. Pero aquí la justicia no es independiente, y lo que se protege no es el interés general, sino la estabilidad de una clase política que ha encontrado en el control de la Fiscalía un mecanismo más para mantener impune la corrupción y el vicio del Estado, apoyándose en el brazo del crimen.