SALF se rompe, pero el problema no es SALF

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Antonio Alfaro

¿Quién debe tener el poder de controlar a un diputado?

La crisis desatada en torno al proyecto político de Alvise Pérez, Se Acabó La Fiesta (SALF), ha puesto sobre la mesa una pregunta tan sencilla como incómoda: ¿quién debe tener el poder de controlar a un diputado?

La ruptura entre Pérez y los dos eurodiputados que obtuvieron escaño en su lista —Diego Solier y Nora Junco— ha ido escalando en intensidad hasta convertirse en una confrontación pública cargada de acusaciones, advertencias legales y presiones mediáticas. Pero más allá del enfrentamiento, lo que deja al descubierto este caso es un vacío de control político que trasciende a SALF y que afecta al régimen político en su conjunto.

En la práctica, un diputado —europeo o nacional— no responde ante nadie una vez elegido. Ni ante el partido que lo presentó, ni ante los votantes que lo apoyaron. Su acta es personal, y el sistema no contempla ningún mecanismo efectivo para revocar su mandato si traiciona el compromiso adquirido.

El caso de Solier y Junco es solo un ejemplo reciente. Otro caso emblemático es el de José Luis Ábalos, que obtuvo su acta de diputado por el PSOE. Tras hacerse públicas las tramas de corrupción en las que está implicado se negó a devolver su escaño. Fue expulsado del partido, sí. Pero siguió siendo diputado, ahora en el Grupo Mixto, con todos los privilegios intactos. Lo hemos visto demasiadas veces: partidos que no pueden hacer nada y ciudadanos que no tienen ningún poder.

Tres caminos posibles

A raíz de esta situación, surgen tres modelos posibles sobre cómo entender el control de la acción política de un diputado. Ninguno es neutro.

El control por parte del partido

Es la fórmula dominante en los sistemas de partidos estatales. El jefe de partido decide quién entra en las listas, impone disciplina de voto y fija las sanciones para quien se desvíe de la línea marcada.

En este modelo, el diputado es una extensión del aparato, un empleado del partido. Desde luego nunca un representante del ciudadano. Aunque SALF se presentó como una agrupación de electores, Alvise ha intentado ejercer el mismo tipo de control: reclamar obediencia, fiscalizar votos y exigir alineamiento total con su dirección. Como ocurre en todos los partidos.

Algunos defienden que los partidos deberían tener todavía más poder: poder para retirar el acta y evitar así casos de transfuguismo o protegerse frente a escándalos judiciales. Este camino solo agrava el problema, porque consolida el poder de una minoría que opera sin control desde la cúpula cada partido y mantiene al ciudadano indefenso.

El “maletín” que Alvise menciona para describir lo fácil que es comprar a un diputado no se entrega al individuo: se entrega a la cúpula, que luego coordina decenas de votos en bloque. El problema no es la falta de disciplina, sino que la disciplina no viene del votante.

El diputado libre de ataduras

Otra corriente defiende la idea de que el diputado debe ser autónomo, sin sujeción alguna, votando según su conciencia. Un ideal atractivo sobre el papel, pero en la práctica una puerta abierta al oportunismo y a la corrupción.

El propio caso de SALF es revelador: dos eurodiputados elegidos con un mensaje antisistema, que ahora han pasado a actuar por su cuenta, alineándose con grupos ajenos al proyecto original y sin responder a nadie. Y no porque sean necesariamente corruptos, sino porque el sistema les permite hacerlo impunemente.

Sin mandato imperativo, sin vínculo real con su electorado, sin rendición de cuentas ni posibilidad de revocación, el diputado puede hacer —literalmente— lo que quiera. El resultado es una “libertad” política que no se traduce en servicio, sino en opacidad, falta total de responsabilidad y obediencia a intereses que no son los de los ciudadanos.

El control por parte del ciudadano

La tercera vía, revolucionaria por inexplorada en nuestro entorno, plantea un modelo en el que el diputado está vinculado a un distrito electoral concreto, elegido de forma directa y con obligaciones claras hacia sus representados.

En este esquema, el diputado no actúa por libre, ni obedece a un partido, sino que rinde cuentas a quienes le eligieron y defiende sus intereses. Puede ser revocado si traiciona su compromiso. Puede ser controlado por medios legales y políticos. Y, sobre todo, su legitimidad proviene del elector, no del aparato.

Este modelo no existe hoy en España ni en Europa continental y, sin embargo, es una de las bases de la democracia formal.

Más allá de las siglas

Lo ocurrido con SALF demuestra algo esencial: no importa si el proyecto se presenta como partido tradicional o como agrupación independiente. Mientras el sistema permita que los diputados sean incontrolables o deban obediencia a sus partidos, la representación será una ficción.

El problema no es elegir bien, o la pobre moral de los individuos. Por eso, la solución no es buscar al siguiente “líder incorruptible” en el que confiar nuestro futuro, ni confiar en que el partido tenga mano dura. La solución es que el ciudadano tenga control real del poder político.

Porque el poder no se concede ni se fía. El poder se conquista y se controla. ¡Exige poder! Bienvenidos a la Junta Democrática